Pocas fechas son más decisorias en la historia del pueblo dominicano que la del 30 de mayo de 1961, cuando un grupo de hombres emboscó y ajustició al tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina (Chapita) en la carretera que conduce a San Cristóbal, que se conoce hoy como Autopista 30 de Mayo.

Aquellos disparos, lamentablemente, solo hirieron de muerte al sátrapa sanguinario, pero no al régimen de oprobio que encabezaba. De formas sutiles, y también brutales, la maquinaria y el espíritu trujillista seguirían funcionado durante años, con un neotrujillismo, encarnado en los golpistas que derrocaron al presidente Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963; en los negocios turbios del Triunvirato; en el asesinato de Manolo Taváres Justo y sus compañeros de guerrilla del Movimiento 14 de Junio; en el Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas -CEFA-, encabezado por el entonces general Elías Wesin y Wesin y la invocación antipatriótica al envío de tropas norteamericanas invasoras para sofocar la Revolución de Abril de 1965; en los 12 años de represión del presidente Balaguer contra el pueblo; en el autoritarismo, la censura, las torturas, los asesinatos selectivos, la corrupción, la pobreza, la demagogia y el nepotismo.

Pero aún con ese lastre y esas ambigüedades, la fecha del 30 de mayo de 1961 sigue siendo para los dominicanos el símbolo de un cambio y la apertura de una puerta hacia la libertad. No todo transcurrió de la mejor manera posible, es verdad, ni el camino ha sido fácil ni rectilíneo, pero no cabe la menor duda de que la supresión de la figura del tirano “omnipotente” facilitó el desenvolvimiento de otros procesos sociales, políticos, económicos, ideológicos y culturales, precipitando la activación de las masas, siempre postergadas y excluidas, y su irrupción en la política nacional.

Tras la muerte de Trujillo todos los dominicanos fuimos un poco más libres. Ese ajusticiamiento se inscribe, por derecho propio, en la lista de los tres magnicidios más significativos de la historia nacional, junto a los del presidente Ulises Heureaux, el 26 de julio de 1899, y el del presidente Mon Cáceres, el 19 de noviembre de 1911. En todos los casos, la eliminación de figuras autoritarias abrió un camino más llevadero para el resto de las fuerzas nacionales, y permitió la articulación y liberación de procesos antes reprimidos.

Trujillo protagonizó un régimen de terror para las mayorías y de enriquecimiento e impunidad para su familia y las élites a su incondicional servicio. Aún los historiadores no han llegado a un acuerdo definitivo sobre el número de asesinados y desaparecidos durante sus 31 años en el poder, pero se calculan en varias decenas de miles. No podemos dejar de mencionar el horrendo asesinado de las hermanas Mirabal, Patria, Minerva y María Teresa, y su conductor Rufino de la Cruz.

Con la excepción de la Alemania nazi, no se conoce una sociedad más controlada y sometida a un constante bombardeo de propaganda y culto a la personalidad que la dominicana durante “La Era”, penetrando e influyendo hasta los últimos reductos de la psicología y el imaginario personal y social, a pesar de lo cual siempre hubo manifestaciones de lucha y resistencia contra el régimen.

La permanencia de Trujillo tantos años en el poder no puede ser entendida sin tener en cuenta la relación incondicional que mantuvo con el imperialismo norteamericano, desde su formación como segundo teniente de la Guardia Nacional, en la escuela de marines de Haina. Era la época en que las grandes compañías norteamericanas necesitaban de militares y gobernantes de mano dura en América Latina y el Caribe, para preservar el orden patriarcal y sus intereses. Poco importaba si esa política encumbró y protegió a tiranos sanguinarios como los Somoza, en Nicaragua; Machado y Batista, en Cuba; Stroessner, en Paraguay; Elio Dutra, en Brasil; Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela, Rojas Pinilla, en Colombia y Trujillo, en República Dominicana. Sin esa alianza estrecha, sin servir dócilmente a esos intereses, sin el apoyo político, diplomático y militar de los gobiernos estadounidenses la historia de la región hubiese sido otra, muy diferente.

Trujillo no solo sirvió al imperialismo norteamericano aplastando toda resistencia del pueblo dominicano y facilitando su extrema explotación, sino también como activo anticomunista, en tiempos de la Guerra Fría. Desde esta posición tuvo una relevante participación secreta en el derrocamiento, por parte de la CIA, del gobierno de Carlos Prío Socarrás, en 1952 en Cuba; del de Jacobo Arbenz, en 1954 en Guatemala; en el sostenimiento de regímenes dictatoriales, como el de Somoza, en Nicaragua, y Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela, y finalmente, en la lucha sin cuartel contra la Revolución cubana, que había triunfado el 1 de enero de 1959.

Al momento de su muerte, ya los tiempos eran otros, y la maquinaria de dominación imperialista se había visto obligada a desembarazarse de sus mimados aliados de otras épocas, para aparentar que entraba en una nueva era de democracia y progreso, sin vínculo con los gorilas brutales de antaño. Esta finta , como la historia demostraría, no pasaba de ser un engaño que le garantizaba una nueva máscara ante el desafío que representaba la Revolución cubana para su ancestral dominación hemisférica. No por casualidad, como se ha demostrado, la CIA tuvo participación directa en la organización del atentado que le costó la vida.

Con todos estos ángulos de análisis, y sin perder de vista ninguno, la fecha del 30 de mayo de 1961 es gloriosa y debe ser conmemorada como un factor que facilitó la entrada del pueblo dominicano al escenario de su propia historia. Atravesando el umbral de la puerta de la libertad y pasando sobre la sangre del déspota que la martirizaba, la nación echó a andar un largo y tortuoso camino de dolores, sacrificios y avances.

Eso, y no otra cosa, es lo que se conmemora un día como hoy.