La masacre en Río

Frei Betto

Hubo un tiempo en que a Río de Janeiro la llamaban“Ciudad Maravilla”. Hoy, ese apelativo suena como una ironía amarga ante las llamas que consumieron casi cien ómnibus, las calles sitiadas y el miedo que paralizó a millones de personas. El Comando Vermelho propagó el terror y el Estado respondió con el mismo idioma bárbaro: balas, cerco y cuerpos sin vida. Al final, se perdieronciento veintiuna vidas, entre ellas las de cuatro policías. Ninguno de los muertos consta en la denuncia del Ministerio Público de Río que motivó la operación.

Hasta la noche del viernes habían sido identificados cien cuerpos. La mayoría eran de forajidos e integrantes del CV provenientes de otros estados. Setentaiocho tenían antecedentes penales por tráfico, robo y asesinato, 43 tenían órdenes de prisión, 39 eran de otros estados. Treinta de los cadáveres identificados ni siquiera teníanantecedentes penales. Todos, culpables o no, fueron tragados por el mismo vendaval de violencia que redujo la ciudad a una zona de guerra. ¡La Gaza de los trópicos!

Esas muertes no comenzaron el día de la masacre. Comenzaron hace décadas, cuando se oficializó el abandono como política pública. Comenzaron cuando se privatizó el derecho a la paz y se tercerizó la seguridad de las organizaciones delictivas. Comenzaron cuando el Estado trocó el cuidado por la guerra, la escuela por la prisión, el diálogo por el fusil.

El narcotráfico no nace de la nada. Nace donde el Estado nunca ha sembrado la esperanza. Crece en la ausencia de políticas públicas, florece entre paredes agrietadas y callejones sin saneamiento, se alimenta de la desigualdad y la humillación. Las organizaciones delictivas son el espejo deformado del capitalismo brasileño: jerárquico, violento, sediento de lucro y control. El traficante es el empresario de la ruina, y el consumidor de los barrios ricos su inversionista invisible.

No hay nada que celebrar. Una operación que termina con ciento veintiún muertos no es una victoria, es una derrota de la civilización. El Estado no puede combatir el delito reproduciendo su lógica. Con cada incursión policial en que se trata a la favela como un campo enemigo aumenta la distancia entre el poder público y el pueblo. No se construye paz sobre el suelo ensangrentado de la periferia.

Sí, el narcotráfico es un flagelo. Y crece donde el Estado nunca ha llegado con seguridad para sus habitantesy políticas pública. Las 1 900 favelas cariocas sufren de una insuficiencia de escuelas, saneamiento, transporte, cultura, actividades deportivas, empleo y perspectivas de vida. Las organizaciones delictivas ocupan el vacío dejado por décadas de abandono gubernamental. Son el espejoperverso de un sistema que excluye, humilla y después criminaliza a los excluidos. Muchas veces, el traficante es el producto final de una política que cambió los derechos por los fusiles y las políticas sociales por operativosmediáticos.

La violencia se ha convertido en rutina y la brutalidad se ha institucionalizado. El gobierno habla de una “acción de seguridad”, pero, ¿qué seguridad hay en ametrallar comunidades enteras? La seguridad pública en Río se ha convertido en una gestión de cadáveres. Con cada masacre se repite el mismo guión: promesas de “investigación exhaustiva”, notas frías del gabinete y un silencio que cubre a la ciudad cuando se van las cámaras de los medios de comunicación.

Los estudiosos del tema son unánimes en admitir que no se destruye una organización delictiva con fusiles, sino con políticas públicas. La guerra contra las drogas fracasa porque no es un combate contra las drogas, sino una guerra contra los pobres. Con cada muerte la favela se hace más vulnerable, el tráfico se reorganiza y recomienza el ciclo. El verdadero enemigo no es el joven armado, sino la ausencia del Estado que lo empujó a armarse.

Río, sitiado y quemado, asiste al derrumbe de sus mayores riquezas, como el turismo, la belleza del paisaje, el buen humor de los cariocas. Ninguna ciudad sobrevive cuando la muerte se convierte en rutina y la injusticiapersiste. La belleza no alcanza a abastecer la mesa, y el dolor destiñe la imagen de la postal.

Pero hay quien resiste. Hay madres que entierran a sus hijos y portan telas con mensajes en las plazas. Hay ciudadanos que filman, denuncian, documentan. Hay gente que, entre el miedo y el luto, aún cree en la vida.  Ellos son los guardianes del Río que resta, del Río que no se rinde.

Los ciento veintiún muertos no son meros números. Son el espejo de un país que perdió el rumbo, que confunde la justicia con la venganza y la seguridad con el exterminio. Brasil debe escoger entre seguir contabilizando cuerpos derribados por la violencia urbana o finalmente gobernar para la vida de todos.

Solo habrá paz cuando el Estado sea una figura de derechos, no de muerte. Solo habrá futuro cuando la favela deje de ser territorio enemigo.  Solo volverá a haber Río de Janeiro cuando la ciudad recuerde que está hecha de gente, y que la gente no es descartable.

¿Por qué cosa lloran las madres de los jóvenes asesinados? Lloran al ver los sueños deshechos por la letalidad policial y por el error de buscar en  lacriminalidad el acceso  a una vida mejor. Lloran sobre todo por un país que ha perdido el sentido de la justicia.

La sentencia que reza “bandido bueno es el bandido muerto” significa la barbarie travestida en justicia. Niega el Estado de Derecho, desprecia la dignidad humana y sustituye la ley y los derechos por la venganza. Al defender el asesinato en vez de la rehabilitación y el combate a las causas del tráfico de drogas y de armas fortalece la violencia que dice combatir y fragiliza la sociedad civilizada.

Frei Betto es autor, entre otros libros, de la novela policial Hotel Brasil (Rocco).